Su nombre, La Cumbre, sumerge en el espejismo de creerse muy alto, muy lejos; tanto que nada mejor puede haber más allá.
Mediodía de febrero, lluvia sin melancolía en un bar marrón oscuro frente a la estación de la que desde 1981 no llega ni sale nadie.
Pueblos de moda en épocas en que la tuberculosis empujaba a los ricos a dejar la ciudad. Hoy tiene esa cadencia de un aquí-ya-no-es atravesando el aire, a pesar de los coches último modelo, de las veredas nuevas, el asfalto cuidado, del wifi en cualquier bar.
Unos kilómetros más abajo, en La Falda: el hotel Edén. Pero esa es otra historia.
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