domingo, 16 de septiembre de 2007

que sé tan poco

A veces sé cosas. No es que las sepa en el sentido lineal de la palabra, sino que, cuando me cuentan algunos hechos yo, sin saberlos, ya los tenía en mente. Dicen en mi familia que mi padre me preguntaba ¿cuál te gusta más? y me leía los nombres de los caballos que iban a correr en Palermo o San Isidro. Yo le decía “ese” y ganaba. Mi abuelo estaba convencido de que mi padre, su hijo, tenía un informante dentro del hipódromo. Pero no.

A veces imagino cosas. Otras, la realidad de verdad me sorprende.
Hace muchos años, cuando ser gay era un secreto inconfesable, un amigo de casi toda la vida hizo evidente sus gustos sexuales. Yo no dejé de quererlo ni un solo centímetro, segundo o gramo (o como sea que se mida el amor) pero de pronto no reconocía a quien quería tanto. Era él, su forma de ser, su cuerpo, su personalidad, pero ya todo eso no encajaba con esa imagen construida en mi mente sólo porque había desconocido de él una parte vital.
No creo que se enterara nunca de ese traspaso: seguí sintiendo por él -y demostrándoselo- el cariño más profundo del que soy capaz. Y aunque su imagen dentro de mí hubiera sido remplazada, la nueva recuperó para sí todo el bagaje afectivo de la anterior.

Muchas personas, más adelante, también se “transformaron” ante mis ojos. Varios se complicaron en el camino de llegar a ser lo que decían tener ganas de ser, otros se recrearon en erizos y algunos siguieron siendo lo de siempre y fui yo la que conseguí el valor para mirarlos de frente.

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