martes, 31 de julio de 2007

Amalfi

La costa amalfitana es una zona cercana a Nápoles casi sin playas, sólo con acantilados altísimos sobre el Mediterráneo sereno. Mucho mar y poca arena garantizan un espacio único para perderse en contemplaciones, en salidas y puestas de sol, en mediodías de luz intensa y en noches llenas de reflejos y rumores lejanos.
Aún ahora, con carreteras bien asfaltadas y hasta una línea de tren, es difícil llegar ahí. Las casas, los limoneros y la ruta cuelgan con la misma incertidumbre de las montañas.
A fines del siglo XIX y principios del XX era lugar de retiro para poetas y escritores, franceses e ingleses especialmente. Ellos llegaban por mar como se llega a una isla: la diferencia es que esos pueblos colgantes tienen más de espacio arrebatado a la nada, de vencedores de lo imposible. Más de lucha que de naufragio.

En Amalfi hay un hotel pegado a la brevísima costa y rodeado de enormes paredes de piedra, que conserva la decoración de su época dorada.
Quizás por la separación del mundo urbano, o por el mareo de zigzaguear por caminos de cornisa, o tal vez por la protección que da el mar y las montañas eternas, es que se hace muy fácil creer que una es una artista romántica a la que sólo le falta el vestido de encajes y la sombrilla blanca.
Sentada en un pequeño espigón artificial hecho con piezas de cemento en forma de estrella, cuidando que el viento ocasional no desordene tanto el pelo y viendo caer el sol en un silencio que ensancha los oídos, se empieza a sentir en todo el cuerpo la verdad de ser quien no se es, de ser otra en otro tiempo.
Entonces, roto el espejismo de la secuencia progresiva e inevitable, todo, decididamente todo, parece ser posible.

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