viernes, 9 de septiembre de 2011

Línea L. (iii)

L. aparece esporádicamente en la novela de la tele. Y me vuelve a pasar lo que todavía me sorprende: siento una familiaridad con él que solo tiene razón en mi cabeza. Recuerdo muchas otras “manías” de este tipo, en el sentido que mejor se adapta a su original del griego ‘locura, demencia, estado de furor’ pero sumando una de las definiciones de la real academia que la refiere como “extravagancia, preocupación caprichosa por un tema o cosa determinada”. Esta “ocupación caprichosa” diría yo, me llevó a lugares inolvidables, siempre, como aquella vez que impulsada por la manía Albert Camus arrastré a mis compañeros de viaje hasta el pueblo donde está su tumba. Buscar un cementerio en la Provenza francesa, encontrarlo, equivocar la entrada para tener que frenear frente a las tumbas (el mantenimiento del lugar no era realmente el ideal) y con la puerta abierta y un pie afuera retornar al cuerpo lógico para cuestionarme: “¿Qué estoy haciendo? ¿Qué espero me devuelva un nombre sobre una piedra gastada?


Sigo sintiendo cierta familiaridad por Camus pero ya no circunscripta al hecho de haberlo encontrado sino que ahora es parte de mi historia. Camus, sus textos, son una serie de hilos suaves y fuertes que bordan recuerdos dulces: llegué a una isla aparentemente no desierta con solo un libro: El extranjero; años después pasé días oníricos en esa misma isla cuando recorría 4 kilómetros en bicicleta para alimentar a unos gatos y sumergirme en la lectura de La Caída en soleadas y solitarias tardes de invierno.

Lo existencialista de Camus –luego se sumarían otros- forma parte de mí. Supongo que por eso L. y esta compulsión a la repetición de dejarse llevar siguiendo algo antojadizo, tan caprichoso como puede ser la atracción en el cualquier estado e intensidad que se presente.