domingo, 7 de agosto de 2011

lo que queda

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Todavía no sé por qué perdonamos a los alemanes.*
Tampoco entiendo por qué sus víctimas tomaron su mismo camino. No tan espantoso, no tan inhumano, pero sin duda, su mismo camino. O por lo menos, por sus mismas motivaciones.

Conozco las razones humanitarias de mi razón, entiendo las injustas trampas que tiende la generalización, pero con cada relato, con cada imagen, sigo pensando que fuimos, somos, demasiado generosos.

"Demasiado generosos" ¿Se puede usar estas dos palabras en una expresión que tenga sentido?

Estoy cada vez más adulta, cada vez más convencida, cada minuto con menos segundos que perder. No quiero perder el tiempo en respuestas a planteos psicóticos.
Ya no me sobra el tiempo, ya no nos sobra el tiempo.

El camino, porque sin duda es un camino, es áspero y cuesta arriba. A veces falta el aire: o por que no hay oxígeno disponible afuera o por que los pulmones están demasiado endurecidos para dejar fluir. El corazón pide más, el cerebro pide más y los músculos de las piernas comienzan a agarrotarse.
Falta aire, el aire para vivir sin el pequeño terror de pensar que al que tenés al lado le importa nada que te pongas azul a su derecha.

No puedo entender, o mejor, no quiero aceptar que la aniquilación del otro sea un principio y un valor para algunos. Aniquilación, es decir, desaparición, negación, indiferencia, sensación de ser uno superior a un otro que en casos extremos no mecere vivir y en casos mundanos, no se merece lo que tiene.

Me duele este mundo así como ellos quieren que sea.
Me duele saber que son parte de esta etapa del camino que compartimos indisolublemente.

Pensaba ayer, viendo cómo se organizaba durante la Segunda Guerra una resistencia urbana (girando la cabeza para no ver a los soldados nazis paseando por París) o rural (quemando sus casas en la URSS para dejar solo una "tierra arrasada"), si en ese momento alguien pensó: "Qué desgracia, solo una vida para vivir y me toca en estas circunstancias".
Quizás no tuvieron tiempo para pensar esa posibilidad, a todas vistas, imposible.

Pero, ¿qué pasa hoy? ¿tenemos tiempo para pensarlo? Y si lo tenemos, ¿vale la pena semejante ingenuidad?

¿Qué tan posible es refugiarnos en nuestro pequeño círculo de afectos, donde nadie quiere pisotear al otro, donde todos miramos en mayor o menor medida qué le está pasando al que tenemos cerca?

Como si pudiera cambiar una pulsión de siglos, espero a que el sol tibio del invierno porteño entre por mi ventana, para salvarme del dolor bosquejando respuestas.

Miento: mi madurez me acerca a una adolescencia para siempre suspendida.
Ya sé por qué perdonamos a los alemanes: no necesitamos que el otro muera para saber qué esta bien y qué es el mal.
.........
El agua caliente sale del termo rojo y se mezcla con la yerba para sacarle su mejor virtud. El borde de madera es el límite del mundo. Acerco la boca al extremo de la bombilla como si la vida estuviera esperando para entrar en mi cuerpo. Me acerco, sujeto el mate para que entibie mi mano y succiono despacio. La boca se inunda, las mejillas se contraen, la vista se pierde en el placer.
El sonido dulce del final anuncia triunfo y despierta el deseo en el prójimo.
Vuelvo a llenar el mate y esta vez es para vos.
De nuevo el sonido y vuelta a empezar.
........
Hace mucho que no escribo, tal vez ya nadie esté del otro lado, pero hoy no quiero dejar este mundo donde el egoísmo no existe y los otros, todos los otros, acceden a ser compañeros en un mismo camino, en un mismo viaje.



* cascada de pensamientos surgidos después de ver el programa Apocalipsis, la Segunda Guerra Mundial la noche siguiente a que un compañero de trabajo se terminara por enécima vez el tarro de mayonesa que él no había comprado dejándolo vacío en la heladera.

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