domingo, 22 de noviembre de 2009

reciclado

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De chica creía que era mejor no llorar porque una vez que empezara no iba a encontrar razones para dejar de hacerlo nunca. Después crecí, fue imposible parar algunos desbordamientos y gracias al tiempo (y a Camus “Nada dura. Ni siquiera la pena dura”, siempre tan triste él) me pasa que cuando veo venir algo que parece que no va a terminar jamás, me relajo y dejo fluir hasta que se agote.
Mis últimas obsesiones surgieron de pronto, llegaron de mano de alguna nimiedad, se quedaron un tiempo dando vueltas y terminaron yéndose tan sutilmente como vinieron.
De un viejo casete de un cantante español pasado de moda, que se transformó en una búsqueda virtual, que sobrevino en varios mails y terminó en indiferencia, quedó una extraña nouvelle que espera todavía de su momento para salir a caminar sola.
Pero no todas mis obsesiones terminan bien, o mejor dicho, acaban transformadas en otra cosa, en otro plano, con otra libertad. Algunas se van sin más, aburridas, estériles.
Ahora, aunque su apogeo ya pasó, estoy germanófila. Una miniserie, un actor, y a partir de ahí, literatura, películas, historia. ¿Por qué? ¿Qué tiene de atractivo un país del que solo conozco una ciudad (Heilderberg) y algunas pocas autopistas?
A veces esa búsqueda de sentido a lo que tranquilamente podría no tenerlo (el amor es así), es el motor de mis pensamientos y por tanto, el lugar de mi fuga.
Hay una razón macabra por la que esa “atracción” se mantiene hoy activa: ellos y nosotros, alemanes y argentinos, tenemos el demonio en las entrañas. Fuimos capaces de armar una maquinaria inmunda para matarnos a nosotros mismos. Que pensáramos -pensaran sus autores, creyeran sus adeptos-, que no era a una parte de un nosotros a la que estaban masacrando es una espantosa marca en común.
Quien sabe, si estos pensamientos, hoy perennes, siguen ahí un tiempo más, tal vez devengan en algo bien alejado de la muerte. Que esa es la idea, siempre; es la única idea.
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