domingo, 25 de octubre de 2009

Norha, ayer

Podría salir de casa, a estas horas, con esta llovizna, dejar todo atrás, en lo seguro, esperándome. Salir, meterme en la ciudad en busca de algo tóxico, alguna cosa adormilante y motivadora. Podría sentarme a esperar, en algún bar, a tener más ganas, a que sea más necesario. Podría no esquivar esa mirada, ocasionarla, provocarla, porque esa forma de sujetar el cigarrillo me hizo un poco de gracia. Y no saber en qué momento ya estar hablándole, aceptando su roce, entendiendo sus gestos sin comprenderle casi ninguna palabra. Sentir como el humo oculta el temporal, como el olor a tierra mojada está anunciando exilios, como vamos transformándonos en vórtice, como se huelen los besos por hacer, como solo quiero saber su nombre para jugar con sus sonidos, para abanicarme con sus letras cuando llegue el sopor de las sábanas gastadas. Podría necesitar después una última calada de vértigo compartido, viajando de mano en mano, de boca a boca, de murmullo en murmullo. Podría verle guardar silencio o pedirle algún canto tradicional para que no le entienda, mientras nos vamos quedando dormidos, descelebrados. Podría aceptar el desayuno del hotel mientras lo dejo explicar la llegada del hombre a la luna o la última detención en boxes o la estática respiración del lince cuando está por caer sobre su presa. Ya no sé quien es; ya no sabré quien era. Y podría volver a casa, simular que soy la misma, pero ya no, ya no más, porque a partir de ahora: ella.
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