miércoles, 5 de agosto de 2009

Si me casase con la hija de mi lavandera, a lo mejor sería feliz *

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Con una mirada verde clara es como más me gusta mirar. Porque después del silencio, su voz de imágenes rotas regresa a mí para decirme, despacio y a los gritos, que a pesar de todo, sí.
El tiempo no nos ha hecho daño (Juan), solo ha pasado, cambiándonos para mantenernos juntos, creciendo como dos arbustos paralelos a una distancia de océano, nos hemos hecho fuertes resistiendo diferentes vendavales.
Allá hay un bar que todavía lo contiene. Conserva su pasión y su desventura, pero ha cambiado su lápiz por una computadora portatil. Pero es el mismo, lo sé. Es aquel que.
No es fácil imaginarlo luchando entre tormentas contra pegasos sin alas. Fuegos, vientos y aguaceros, nieblas, truenos y tristezas, todo brotando de su interior, pero a veces y no siempre.
En medio de aquellos temporales está también su pureza, su intransigencia, su rebeldía y su combate. Quizás si supiera comer una naranja caliente, recién arrancada del árbol, su pena no sería tan inmensa. Pero no puede, no quiere. Él quiere ser distinto a aquel que lo mira desde su espejo. Quiere pensar que aquello que se revuelve en su estómago es más real que lo que ven sus ojos. Tiemblan sus voces cuando asegura sus miedos, pero son faros en tormentas ajenas cuando insinúan te quieros.
Es, entonces, un hombre-poesía. Un hombre que inquieta con su estructura y sus sonidos, un hombre que se resiste a si mismo, un hombre que son dos y diez y veinticinco.
Es a ese hombre al que me gusta llegar cuando todo es lo que parece. Es ese hombre, y no sus sueños, al que quiero tener a mi lado cuando la canción triste me deje a oscuras.

* Fernando Pessoa

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