miércoles, 7 de noviembre de 2007

Abro un poco los ojos y lo veo ahí, a escasos cinco centímetros. Estoy recostada sobre su brazo derecho mientras juega con mi pelo. Vuelvo a cerrar los ojos y lamento mucho no poder sentir su olor (vine de fábrica en versión económica: no traje olfato y no puedo agregarlo ahora). Sería único, sin duda. Algo de él alojado en mi cabeza para siempre.
Entonces siento su piel, su calor, aún en las pocas partes en las que no hay contacto.
Me pide que le deje mover un poco el brazo dormido. Me giró y toda mi cara posterior queda pegada a él.
Pasan unos momentos y repite mi giro: me captura con su pierna izquierda y se recuesta en mi hombro.
Y así, en silencio, inmóviles todavía, nos amamos codiciosamente.

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