domingo, 5 de agosto de 2007

Asuán

En el aeropuerto de El Cairo nos esperaba Amador, el guía que dejaba de ser Ahjmed para no complicar la pronunciación de sus turistas.
Desde el micro, rumbo al hotel, se veía una ciudad como otras pero ajena como pocas. Mucha más gente, muchos más coches, un tinte antiguo sobre todo y todos y miles de carteles en árabe transformándome en un instante en analfabeta. Sólo podía entender “Coca-Cola” y eso daba mucha más angustia.
Ahjmed describía lo que aparecía a un lado y otro de la combi: “Y ahí, el museo de la guerra de los seis días, que Egipto le ganó a Israel”. Bueno, está bien, somos turistas, no nos importa lo que pasó ayer, hace 100 años, o 1000. Sólo nos importan los faraones y las pirámides. Mentí todo lo que quieras y que Horus nos proteja.

El paso de los días fue debilitando, primero, la búsqueda de referencias y después la obsesión por señalar y registrar lo nuevo, liberando la razón en regiones extrañas donde la única guía es complacer a los sentidos.
Cuatro días en un barco sobre el Nilo terminó de cortar los lazos con el mundo conocido. Ser una extraña absoluta contenida en un espacio íntimo, con ojos para ver todo, con oídos para captar lo incomprensible, con piel para rozar el mundo y ser seducida por el sol.
La última excursión fue en Asuan, sobre un Nilo embalsado y sobresaltado por bloques de basalto negro. Sol tibio, un bote a vela, una media tarde casi sin brisa.
El bote tuvo que esperar a que un poco de viento nos acercara a la orilla. Nosotros en cambio, no esperábamos nada. El silencio nos mecía y nadie en el barco tenía intenciones de interrumpirlo. Tan callados, tan plenos, tan extasiados. Tan, como nunca antes, serenamente vivos.

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