domingo, 27 de mayo de 2007

Sacar la otra mejilla

Detrás de toda traición hay una fidelidad inquebrantable a alguien, a algo.
Una traición no es algo espontáneo, algo que surge en un momento de debilidad ética. Se urde, se prepara, se medita, o, al menos, se fantasea con ella un tiempo antes.
No es una reacción a una acción (eso sería despecho o venganza) y aunque seguro tiene un disparador en el otro, las razones casi nunca se encuentran en la víctima sino en el victimario.
Es a esas razones a la que se elige ser fiel: valores incuestionables e irrenunciables por los que vale la pena hacer todo, incluso, traicionar.
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Desde hace un tiempo empecé a percibir los tintes (colores) morales que habitan ocultos en mis conductas. O lo que es peor: en los pensamientos que las generan o coartan.
¡Malditos siglos de civilización religiosa! (occidental y cristiana o la que sea): sobrepasaron descaradamente los elementales contratos de convivencia entre humanos (vos no me jodés, yo no te jodo) para enquistarse inconscientemente en nuestras vidas.
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Ojo: esto no es (aunque suene) un “vale todo” narcisista y egocéntrico. Al contrario, es un intento de recuperar una forma de conexión con los otros desde una como persona, no como un paradigma.
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Desde hace unas semanas, la libertad de transitar pensando de nuevo la realidad en la que estoy metida, me tienta más que la manzana del paraíso. Momentáneamente amnésica de la clasificación entre el Bien y el Mal. Ajena y extranjera, la mirada cambia, el mundo se redibuja.

hay otros mundos, pero están en este” (André Bretón)

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